Todos sabemos que las guerras son orquestadas por políticos y dirigentes cuyas motivaciones no van más allá del dinero o el control de recursos estratégicos. Pero que motivaciones puede tener un hombre para masacrar sistemáticamente a sus semejantes sin piedad? Son estas personas malvadas? Son…el enemigo?
En todas las épocas ha habido guerras, y en todas ellas se han cometido atrocidades. Visto así, podríamos pensar que cíclicamente se congregan en el mismo lugar personas malvadas y que, llegado el momento, desencadenan una nueva guerra. O siendo objetivos, podemos deducir con facilidad que hay algo dentro de cada uno de nosotros, que en las condiciones adecuadas puede convertirnos en despiadados asesinos.
El verdadero enemigo, el causante de todo y lo que de verdad debemos temer, no es otra cosa que una emoción: el odio. Es la incorrecta gestión emocional la que convierte a ciertos colectivos en objetivos vulnerables ante convenientes manipulaciones, capaces de engendrar odio y destinadas a canalizar la ira contra un eventual enemigo.
Un ejemplo de ello se ha podido ver recientemente en el conflicto actual, en Libia, donde el actual gobernante Muamar el Gadafi manipula a la población mediante la difusión de la creencia que el ejército aliado está masacrando a la población civil libia. Esto, lógicamente es motivo suficiente para que cualquiera de nosotros se abasteciera de armas y arremetiera contra el enemigo con los ojos inyectados en sangre. Si fuera cierto…
Pero no hace falta mirar muy lejos para comprobar que la vida que nos rodea tampoco está exenta de disputas por todo tipo de cuestiones. A todos nos han educado de forma distinta, y por ende, nos molestan cosas diferentes. Esto provoca disputas en situaciones muy dispares. La cola del metro, el vendedor de enciclopedias, un malentendido en una discoteca, un codazo fortuito en un bar, el fin de una relación amorosa, una infidelidad… Todas éstas y muchas otras situaciones pueden convertirse en discusiones, que en algunos casos derivan en reyertas y en ciertos casos desembocan en lo que todos vemos, por desgracia habitualmente, en televisión.
Mi conclusión es que si en una sociedad como la nuestra existen controversias, por nimiedades en la mayoría de los casos, que no seríamos capaces de hacer, cuando lo que está en juego es el pan que hay en tu mesa, o la vida de tu propia familia y vecinos. En definitiva, que no hay gente buena o gente mala, todos somos capaces de odiar, y ese es precisamente el enemigo común que hay que derrotar.