Arthur se
encontraba suspendido a veinticinco metros del suelo. Surcaba el cielo a toda
velocidad, zigzagueando entre los edificios. Volaba tras una pequeña lanzadera
desliespacial en una frenética persecución. Con los brazos extendidos, una tras
otra, iba lanzando sin éxito bolas de energía, que salían de la palma de sus
manos, con la intención de derribar la nave que le precedía.
Comenzaron a salir a su paso decenas de
escuadrones Meka, disparando rayos de plasma que Arthur esquivaba con gran
habilidad. La primera oleada de máquinas fue derribada por diversas ráfagas
oportunamente dirigidas. Varios androides pasaron de largo, para poco después
reanudar la marcha tras él.
Se vio obligado a dividir la atención. Sin
perder de vista la lanzadera, echaba fugaces ojeadas sobre su hombro, a fin de
esquivar los rayos que eran disparados desde detrás. Varios pasaron rozándole,
emitiendo destellos al rebotar contra su escudo de energía. Algunos alcanzaban los edificios a su paso,
dejando un gran rastro de destrucción a sus espaldas.
La nave giró bruscamente a su derecha tras
pasar por una enorme torre de comunicaciones. Arthur aprovechó la ocasión para
dirigir los disparos hacia su base, que estalló en pedazos con una gran
explosión. Perdida la estabilidad por la detonación, la torre comenzó a
inclinarse hacia el centro de la calle, que fue esquivada temerariamente por
Arthrur en el último momento. La acción produjo que los Meka que iban tras él
no pudieran reaccionar a tiempo, estallando al chocar frontalmente con la
inmensa estructura.
Los edificios se diluían a su alrededor debido
a la velocidad, a medida que acortaba la distancia que le separaba de la nave.
Volvió a lanzar otra sucesión de proyectiles que, de nuevo, la lanzadera pudo
eludir sin dificultad.
La nave giró bruscamente a la izquierda, para
luego girar a la derecha y de nuevo a la izquierda. Arthur estaba ya muy cerca.
Extendió ambos brazos fijando visualmente su objetivo. A esa distancia no podía
fallar.
Una vez las esferas se hubieron formado en
sus manos, la lanzadera, los edificios y la propia ciudad se desdibujaron
rápidamente. Se vio fugazmente transportado hacia el cielo a irreal velocidad.
Parpadeó varias veces, con una mueca de
fastidio en su semblante. Se hallaba en una habitación sin ventanas ni puertas,
de un blanco impoluto. Ante él estaba su madre, con los brazos cruzados y una
cara que no admitía reproche alguno.
-Jovencito, ya va siendo hora que apagues el dichoso
juego.
-Pero, mamá…
-Nada de peros. ¿Es que nunca te cansas? –Le
interrumpió bruscamente.
De pronto, la sala
se esfumo como se esfuma un sueño ligero, sin darle tiempo a mediar ninguna
réplica.
-Debes atender un recado, y nada de lucirte
con el aerodeslizador, que nos conocemos. –le increpó su madre.
-De acuerdo –contestó él. –No me entretendré
más de lo necesario, tienes mi palabra.
-Eso espero jovencito. Y a partir de ahora,
tendrás que ceñirte al horario que yo determine, no pienso criar a un hijo que
se pasa las horas jugando a videojuegos, desatendiendo otras actividades más provechosas
en su beneficio.
-¿Por qué no mandas al droide? –contestó Arthur.
–Seguro que haría el recado más rápido que yo, y seguro que no se entretendría
mirando escaparates o jugando con el aerodeslizador por las calles.
-Necesito que negocies un buen precio
jovencito –le amonestó ella. –Si envío al droide me saldría más caro que una
nave orbital, y entre tus estudios y el alquiler ya tengo suficiente por el
momento.
-Está bien –cedió él. –Que necesitas madre?
-Necesito un motor de fusión para alimentar
la casa. El que tenemos no funciona bien, y el día menos pensado te quedarás
atrapado en alguno de tus estúpidos videojuegos sin tan siquiera llegar a Edén.
¿Es que no aprendiste nada en el Stasis?
-Por cuanto quieres que lo compre? –Preguntó
ofuscado.
-Dos cientos créditos. Ni uno más. Pero asegúrate
de que está en buen estado, a ver si va a ser peor el remedio que la
enfermedad.
-De acuerdo. Dos cientos créditos – repitió él.
Arthur le dio la mano a su madre para que la
transferencia de dinero se realizara. En décimas de segundo, ya tenía dos
cientos créditos en su cuenta personal. Y sin mediar palabra, cogió su
aerodeslizador y salió a la calle con decisión. El taller de Ohland, donde
pensaba encontrar el motor, se encontraba a varias calles de distancia. Calculó
que tendría suficiente con veinte minutos entre ir y volver. Eso si no se
entretenía.
A medida que avanzaba, veía marcada con
flechas verdes luminiscentes su ruta hasta el taller. Pero poco podía imaginar
lo que encontraría por el camino.
De pronto, una luz roja inundó su campo
visual. Era un indicador de peligro. Aunque ya había sido instruido para darle
la importancia que merecía, su curiosidad natural le hizo desatender las normas
ante tal situación. No pensaba huir del peligro, al contrario. Pensaba dirigirse
directamente hacia él. Si no andaba errado, vería algo más peligroso y
emocionante que lo vivido en ninguno de sus videojuegos. Y en efecto, así fue.
Siguió la indicación de peligro que tenía grabada en la retina y se encontró
ante una escena que le heló la sangre. ¡Era una maga! Y estaba ahí, delante de
él lanzando hechizo tras hechizo, en una encarnizada lucha contra un grupo de
Mekas, dos Persecutores, cuatro drones y un agente de la SM.
Arthur sentía fascinación por lo desconocido,
y en especial, por la magia. A pesar de los intentos de adoctrinamiento por
parte de sus superiores.
Tenía diecisiete años. Por tanto, tan solo
hacía diez que había salido de la Stasis. Y todavía le faltaban muchos para
llegar a la mayoría de edad. A pesar de ello, lucía un cuerpo bien
proporcionado, tenía una mirada curiosa y su cabello rubio desafiante ante las
leyes de la gravedad se elevaba varios centímetros sobre su cabeza. Medía un
metro setenta, para su edad era bastante alto, aunque en definitiva, las
modificaciones genéticas que sufrían los híbridos al nacer les proporcionaban
cuerpos esbeltos y musculados, así como una mente ágil y muy perspicaz. Tanto
la modificación genética, como el uso de nanorobots y los chips neurales eran
la base de su sociedad. Por tanto, todo ciudadano respetable poseía dichos
atributos.
Siguió el combate de cerca. Al parecer la
hechicera era muy diestra tanto en defensa como en ataque. Aunque por contra,
la inferioridad numérica no jugaba a su favor.
Arthur quería ayudarla. Se sentía atraído como
nunca antes había sentido por aquellas sinuosas curvas, por esa cara bonita y
ese aura de poder que emanaban de la joven.
Aunque
no sabía cómo, su deber era ayudarla. Quizá fuera obra del destino, él lo
desconocía. Pero de algo estaba seguro. Cuando volviera a casa su madre le
obsequiaría con una dura reprimenda.
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